Este 1 de noviembre, los altares en todo México amanecen llenos de flores, dulces, pan y juguetes. Es el Día de Todos los Santos, cuando las familias abren las puertas del corazón —y de sus hogares— para recibir a los “angelitos”, las almas de los niños que, según la tradición, vuelven por una noche desde el más allá.
La celebración, de raíz católica, honra a todos los santos y personas que alcanzaron la vida eterna, pero en México adoptó un sentido profundamente familiar y festivo. Aquí, la solemnidad se mezcla con los aromas del copal y el cempasúchil, y la tristeza se convierte en ternura y color.

Desde temprano, los mercados se llenan de pan de muerto, calaveritas de azúcar, veladoras, papel picado y flores anaranjadas que iluminan las ofrendas. En cada altar se colocan fotografías, juguetes y los platillos favoritos de los pequeños difuntos, porque se cree que durante estas horas regresan a disfrutar de lo que amaron en vida.
En comunidades y escuelas, los niños participan en desfiles, concursos de altares y presentaciones que combinan la devoción con el orgullo por las tradiciones. La música, el aroma a pan recién horneado y las risas forman parte de una fiesta que celebra la memoria sin miedo a la muerte.
El Día de Todos los Santos es el preámbulo del Día de Muertos, una de las tradiciones más queridas de México y Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Mañana, 2 de noviembre, el homenaje se extenderá a los adultos fallecidos, pero hoy, los altares se llenan de luz y esperanza para los más pequeños del cielo.